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Miércoles, 28 Marzo 2012 00:00

Sin libertad no habría política

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Comencemos recordando que la política no es una actividad mecánica, sino el fruto de una acción reflexiva, comunitaria y libre: “pero supóngase que fuera posible suprimir esta libertad y sujetar de tal manera a los hombres que no se atrevieran estos ni a murmurar una palabra, sino por mandato del soberano; aun hecho esto, no podrá conseguirse nunca que piensen sino aquello que quieran. De esto se deduce que los hombres pensarán de una manera y hablarán de otra y, por consiguiente, iría alcanzando favor la adulación abominable y la perfidia, de donde se seguirían los engaños y la corrupción de todas las buenas costumbres. Cuanto más se trata de limitar la libertad de la palabra a los hombres, tanto más éstos se obstinan y resisten; no los avaros, aduladores y demás impotentes de ánimo, cuya suprema felicidad consiste en contemplar las monedas en sus arcas y tener llenos sus estómagos, sino aquellos otros a quienes hace superiores una buena educación y la virtud y la integridad en las costumbres. De tal modo se hallan constituidos los hombres, que nada soportan con mayor impaciencia que el ver tenidas como delitos aquellas opiniones que creen verdaderas.

Las leyes que limitan las opiniones no corrigen a los malos, sino más bien irritan a los buenos, y no pueden ser defendidas sin grave peligro para el Estado. Añádase que tales leyes son inútiles en absoluto. En efecto, aquellos que creen ser buenas y verdaderas las opiniones condenadas por las leyes, no podrán obedecer estas mismas leyes. ¿Qué mal mayor puede escogerse para un Estado que ver hombres honrados condenados como criminales al destierro porque piensan de diversa manera e ignoran el fingimiento? ¿Qué, repito, más pernicioso que conducir a la muerte y considerar como enemigos a hombres que no han cometido crimen ni delito alguno, sino que tienen el pensamiento libre, con oprobio manifiesto del soberano?

Aquellos que se tienen por honrados no temen como los criminales la muerte, ni escapan al suplicio; su ánimo no gime en penitencia por ningún hecho torpe, sino que juzgan, al contrario, no suplicio, sino gloria, morir por la buena causa y por la libertad de los pueblos. De este modo, debe el poder soberano conservar la autoridad de buen modo y conceder necesariamente la libertad del pensamiento; así se gobernarán los hombres de tal manera que, aun pensando cosas diversas y enteramente contrarias, vivan, sin embargo, en armonía” (Benito Spinoza: Tractatus theologico-politicus).

Estamos hechos para asociarnos en libertad; cuando solo unos pocos se asocian y a los demás les impiden ese movimiento asociativo estamos en la esclavitud. Asociarse es dar a alguien por compañero persona que le ayude en el desempeño de alguna tarea, de forma que así hermanados concurran a un mismo fin, por lo cual ya en el libro del Génesis se nos dice: “No es bueno que el hombre este solo”, y entre los filósofos Aristóteles se da prisa en afirmar: “El hombre es por naturaleza un animal social y, por tanto, aun sin tener ninguna necesidad de auxilio mutuo, los hombres tienden a la convivencia” (Política). Así pues, no basta con definir al hombre como animal sociable, pues esa sociabilidad se ejerce de mil y un modos, siendo una forma de alianza muy buena la que nos recuerda San Basilio: “El hombre es animal civil y sociable. Ahora bien, en la vida social y en la mutua convivencia es necesaria cierta facilidad en la comunión de bienes”.

En consecuencia, hemos de reprochar a ciertos traductores haber vertido al español la expresión aristotélica zoon politikón como “animal social”, pues animales sociales lo son también el borrego o la abeja, pero “animal político” sólo el humano. El hombre es un animal social, si, pero un animal social que hace política, es decir, que participa racionalmente en la gestión de lo que le es común; en ese sentido política y democracia serian expresiones similares. Quien afirma no querer “entrar en política” –como si con ello se tratase de entrar en una mafia- olvida que desde el momento en que nace entra en política, en cuanto que habitamos una misma ciudad (polis), en una misma naturaleza (physis), con una misma razón (lógos).

Al equilibrio de estas tres dimensiones básicas le llamaban los griegos dyké (justicia), y al justo dykaios. Hay justicia cuando la ciudad se ajusta armoniosamente en el contexto de la naturaleza, y cuando los ciudadanos se ajustan racional y armoniosamente entre sí. Entonces puede decirse que, cuando la justicia funciona, se convierte en ley (nómos). Este ajustamiento que dura mientras dura la vida ha de irse perfeccionando en orden a la confraternización de todos los humanos (filía).

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