Hace algunos días  vi una película llamada Marley & Me.

Tratamiento muy especial el de su argumento que se define al finalizar la cinta, cuando el dueño o amo de un perro-protagonista principal de la trama- dice estas palabras ante su tumba: “Un perro no desea autos lujosos, no exige casas elegantes y de grandes espacios, ni ropa de diseñadores. Con una vara se sentirá feliz. A un perro no le importa si eres rico o pobre, hermoso o feo, tonto o astuto, inteligente o torpe. Dale tu corazón y él te dará incondicionalmente el suyo…. ¿De cuánta gente puedes decir eso?..¿Cuánta gente puede hacerte sentir puro, único y especial? ¿Cuánta gente puede hacerte sentir extraordinario?”

El resultado, es que estas personas aprendieron de la lección de amor que les dio su perro durante su convivencia mutua.

Suena insólito que un perro pueda enseñar a los humanos a conocer el verdadero y único significado del amor. Los humanos que creemos dominar el mundo y saberlo todo y que sin embargo, somos a diario atrapados por nuestros conceptos erróneos de las cosas; por nuestros prejuicios y sistemas; por nuestros distorsionados valores y formas de vida.

Cuántos de nosotros desearíamos alguna vez ser amados con la sencillez y en la dimensión del amor que suele dar un perro; ser mirados con la ternura de la húmeda mirada de un perro y sabernos únicos y extraordinarios como nos hace sentir nuestro perro.

Y no es que el amor humano haya fracasado. El que ha fallado, es el concepto que manejamos del amor. Es esa obsesión que tenemos de etiquetarlo bajo varios nombres: exclusivo, único, eterno, inmutable, obligatorio…. Basado a veces en una promesa hecha para siempre. Si, ¡hecha para siempre!... porque los humanos somos tan vanidosos, que pretendemos traer la eternidad a nuestra existencia terrenal, sin recordar que nosotros mismos somos finitos y fugaces. Tratamos al amor como un objeto de pertenencia individual y exclusiva, sin recordar que no somos dueños ni de nuestra propia vida. Como un objeto utilizable y manipulable... O sea, en realidad, como un objeto. Y dentro de estos conceptos, el amor humano se asfixia y agoniza día a día.

La vida es sin embargo una constante búsqueda del verdadero amor. Aquel que no impone normas, ni exige permanencia, ni pertenencia. Aquel que se da como lo que es: una ofrenda, una dádiva sublime, una entrega incondicional, un regalo del alma. Tan sin egoísmo, que no entiende otra causa o efecto que el amor en sí mismo. Ni siquiera exige agradecimiento o reciprocidad. Para el que ama de verdad, el amor del otro es irrelevante, porque el amor está dentro del corazón y no en el entorno.

Y es así que, un perro puede enseñarnos a amar. Porque él nos ama día a día y todos los días de su vida, sin que ninguna circunstancia por dramática que sea, merme su amor… ni siquiera la distancia. Porque se regocija cuando le damos todo y se conforma cuando solo podemos darle migajas. Porque nos acompaña sin protestar en nuestro trajinar, aunque esté cansado o hambriento. Porque se afana en consolarnos con sus particulares manifestaciones de amor, cuando estamos tristes o enfermos. Porque vela por nuestra seguridad y cuida nuestro sueño. Porque se adelanta para abrirnos una brecha cuando el camino es difícil. Porque nos despide con lamentos y nos recibe con inmensas muestras de alegría cuando volvemos. ¿Y qué espera a cambio? Sólo el amor de nuestro corazón… Esa es su recompensa.

¿Cuántos humanos somos capaces de amar así?